El cruel invento
del amor de Jonathan Reiccholz
(texto de sala)
En el habla de las mujeres de su
familia, el amor tenía nombre de
maldición. Apenas verlo
nacer, empero, la pretérita generación
avizoró un porvenir liberado del castigo
divino.
Al rozar con los dedos la lámina capital, el tarotista presagiaba para el
núbil, amores galantes y boda. Sin
embargo, el volumen de las palabras, perdía cuerpo antes de llegar a sus oídos.
Comenzaba a sospechar que una vida no sería suficiente para saborear ese inalcanzable elixir;
si existiera algo apenas cercano, debía alojarse en
algún lugar más impreciso o recóndito que el afamado músculo
sin pausa.
Tan sólo pudiera él reconocer ese componente oculto que
advierte la autenticidad o engaño
de esa sustancia enigmática.
Su perspicacia, si acaso, alcanzaba a identificar en una
ínfima franja de piel que asomaba por detrás del tejido de lana apretado, la nuca de su
distante amado.
¡Qué juego más perverso aquel del ángel vendado que además de flechas de oro también dispara saetas de plomo que
consiguen quitarlo todo!¡Absurdo dislate
encomendarse a ese sentimiento extranjero con la esperanza de remediar el
sinsentido de una existencia!
Creíase vencido por haber
renunciado a toda pretensión de obtener
favores de dioses prestos a desviar el atribulado derrotero; cuando, cierto día, infundido de valor, decidió obrar.
Para orquestar el engaño más sublime, memorizó
cada uno de los gestos de hondo romanticismo atrapado en la superficie de un
rectángulo opaco.
Examinó con justo detalle el distanciamiento
entre las desnudas escápulas; la mansa
distensión del entrecejo;
el dulce roce de la lengua en la comisura; la plácida caída
del antebrazo sobre el muslo; la oquedad perfilada por las falanges al plegarse; el grácil contrapposto. Pletórico de ardor y acuciado por la exigüidad del tiempo, ejecutó los actos de modo tal que nadie
pudiera desnudar el diseño de su obra pero
que todos al recordarla, escucharan el eco de una historia de amor jamás vista.